martes, 6 de abril de 2010

Réquiem por la indiferencia



El semáforo está en rojo. Entre el ruido de los motores, de los mp3 incorporados a los nuevos coches pseudoecológicos con Bluetooth que se han vendido como churros gracias al plan E –chocolate E+ no incluido-, y los diálogos vacíos de los ocupantes de los automóviles, suena de fondo una tímida y alegre melodía de violín. Está desafinado y apenas se oye entre el bullicio de la rugiente y tóxica ciudad. El violinista improvisado y sin nombre hace del maltrecho instrumento su medio de vida. Se acerca sonriente a las ventanillas de los coches, esperando una limosna. Ayer le dí un euro. Dada mi situación financiera, el broker que jamás contrataré me recomendaría apretar el cinturón de la solidaridad y de la filantropía. No es una gran propina, y soy consciente de que se paga más en el peaje y ni siquiera te sonríen, pero al menos no me hago un publirreportaje tipo al de AR con los huerfanitos negros de Haití, en plan Madre Teresa de Calcuta, pero con más glamour. Así que hoy decido decirle que no, que lo siento, y le devuelvo la misma sonrisa con la que se ha acercado a mí. Su sonrisa permanece impertérrita, pese a mi negativa. Supongo que estará acostumbrado a no percibir un duro en concepto de derechos de autor.

A mi lado, una señora de presunta mediana edad que va de copiloto observa al violinista sin nombre –e intuyo que sin papeles también-, y por su apariencia, me da la impresión de que ella sí le va a obsequiar con un donativo. Me alivia un poco este pensamiento, por un momento me siento menos culpable. La edad del violinista sin nombre no se corresponde con su jovial sonrisa, que se acerca al coche que espera a mi lado la señal de luz verde. La ventanilla del lado de la señora está bajada apenas tres centímetros. Yo fijo mi mirada en la misma, esperando a que se baje un poco más y entonces una misericorde mano ofrezca unas monedas al violinista sin nombre. Pero, en lugar de eso, la mujer no hace nada. Cuando él se acerca un poco más –respeta una prudente distancia de seguridad-, con su desafinada música, ella aparta incómoda la mirada y la fija en el semáforo, que continúa, para su molestia, en rojo. El violinista sin nombre afina una nota anónima, temeroso de que de repente aparezca un cobrador de la SGAE. Entonces la mujer reacciona y responde subiendo los escasos centímetros que dejaban pasar la amenazadora música, aislándose de los irregulares compases.

El semáforo cambia a verde y la mujer se aleja aliviada en el coche hermético. Cuando llegue a su destino y aparquen, pagarán la OTA.

Vivimos tiempos extraños.

Nota: El magnífico vídeo muestra un curioso experimento de The Washington Post. ¿Reconocerán los usuarios del metro de Washington, en hora punta, a uno de los mejores violinistas camuflado en la piel de un artista callejero?

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