lunes, 13 de julio de 2009

Las bandas de la playa

Manda pelotas. Para un día que puedes disfrutar de la playa y el sol, primero tienes que pasar por el aro -una vez más, maldita sociedad-, y pagar por aparcar en la zona 'O.C.A' (y tiro porque me toca... apoquinar) de Castro, a pesar de ser domingo -los festivos tampoco están a salvo-, para después no poder siquiera relajarte un poco porque las bandas organizadas están al acecho.

Y no es una leyenda urbana. Lo he visto con mis propios ojos. Le ocurrió a la pareja que estaba justo a mi lado, pero me temo que el objetivo podía haber sido yo perfectamente.
O al menos eso creo, porque pensándolo bien esta gente elige muy bien a sus víctimas, y lo 'atractivo' de esta pareja era que estaban en edad de más poder adquisitivo que una parada como yo -mejor coche, más dinero suelto, tarjetas, qué se yo-, y también estaban dentro de la franja horaria del reloj biológico: podrían estar pensando seriamente en tener un churumbel.

Las cosas así, aparece un niño mulatito muy gracioso que enternece a la pareja y a los que estamos alrededor y dice: "Creo que me he perdido". El niño capta la atención enseguida, y la joven pareja empieza a preguntarle cómo se llaman sus padres y ese tipo de cosas. El pequeño parece realmente perdido, mira aturdido aquí y allá, y rehuye las preguntas de la joven pareja.

Al cabo de unos minutos, el incauto joven ve a un socorrista cerca y se lleva con él al pequeño. Y es ahí cuando se destapa el 'crimen perfecto'. El socorrista mira indiferente al crío y señala a la familia de éste, que está justamente a cuatro toallas de la pareja.

- ¿Son tus padres?- pregunta el joven, un tanto sorprendido.
- No, no...- balbucea el crío, que tiene más que aprendida la lección.


Así que ése era el plan. La familia ladrona manda al niño con cara compungida a un objetivo, esperando que la solitaria víctima o pareja acuda con él al puesto de socorro, dejando sus enseres desprotegidos y listos para el hurto.

Más tarde, y delante de nuestras narices, observamos cómo el niño va, efectivamente, con su familia. Y no sólo eso. También le conocen los jóvenes que están al lado, y los del otro lado también. De repente, tras el presunto robo frustrado, todos parecen conocer perfectamente a Daniel, el niño que hace unos minutos parecía desamparado y se cobijaba en las toallas de la inocente pareja.

Entre las OCA's, las mafias, las medusas, los rayos ultravioleta y ultradañinos, la resaca del mar, la gente que no entiende de distancias de seguridad ni mucho menos de espacios vitales para la respiración básica del ser humano -Señora mía, ¿es que no ve que tiene mil y un sitios libres como para plantar su sombrilla entre los dedos de mis quemados pies? Perdone caballero, ¿es necesario que me tape el sol mientras se fuma ese dichoso puro?-, etc., etc.... ¿Quién dijo que la playa era relajante?

Con todo, estoy en contra de dictar leyes absurdas como hay en muchas playas en las que se prohibe comer, fumar, tener el móvil con sonido en la hora de la siesta y hasta dejar las toallas "a menos de seis metros de la orilla". Un reglamento, por estricto que sea -a veces roza el ridículo-, jamás suplirá el sentido común.

Por tanto, intenten relajarse y... ¡Sálvese quien pueda!

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